El Príncipe y la muerte

La muerte de un hijo es como sufrir un ictus 

Ilustración de ‘El Principito’ , de Antoine Saint-Exupéry Heritage Images / Getty

DANIEL VÁZQUEZ SALLÉS artículo de la Vanguardia ir al enlace

La mañana que moriste, sentí que yo moría. Los recuerdos llegan ligeros como las frágiles hojas de una primavera envejecida. Si pudiera detener el tiempo, te arrullaría entre mis brazos y te daría hasta el último latido de mi corazón, pero no es posible. La vida es una ruleta y nosotros danzamos al azar como las seis caras de un dado lanzado por una mano temblorosa.

Eras mi príncipe, mi comandante, el viento que suavemente empujaba mis horas. Gracias a tu candidez de niño desarmado convertiste cada uno de mis crepúsculos en un amanecer precioso. Te gustaba la lluvia. Cada gota era la promesa de la germinación de un sueño. “¿Me quieres?”, me preguntabas y vencido por tu amor sin complejos te decía que sí, que sí, que sí. Y te digo que sí, que es imposible no amar a mi Príncipe vencido y que te amaré hasta que muera expirando el último aliento dedicado a tu memoria.

Las palabras brollan y todo es tan irreal que me gustaría que esto fuera literatura barata.

A nuestro hijo Marc le desconectamos a las 13.50 y se fue con sus manos agarradas a las nuestras. En uno de sus poemas, Manuel, mi padre, había escrito que abril era el mes más cruel y no se equivocó. Mi abuela Rosa había muerto un 23 de ese mes de floración y Marc murió el 30 como consecuencia de una feroz septicemia. El niño tenía 10 años y estaba en el mejor momento de una vida que había convertido en un canto a la existencia.

Le llamaban el niño de la eterna sonrisa. Sus ojos sonreían a pesar de tener los labios sellados por la maldita mascarilla

Marc nació en el hospital Sant Joan de Déu y enseguida descubrieron que tenía dos enfermedades de esas a las que llaman raras por su excepcionalidad. Una era el síndrome de Ondine, la otra, el síndrome de Highsprung. Lo que parecía una fatalidad sin poesía –por mucha metáfora que le pongas a las desgracias, las desgracias no entienden de poesía–, nuestro hijo supo sobreponerse a cada una de las zancadillas que la parca le puso en el camino con la entereza de un Príncipe.

Sus primeros tres años de vida los malvivió en hospitales y al salir, tuvo que aprender el significado de las cosas más simples. El calor del sol, el ladrido de un perro, y todo ello con el dolor como compañero silencioso de viaje. Marc no empezó a hablar hasta que su cerebro pudo dedicar parte de sus energías no sólo a la supervivencia sino al aprendizaje.

Recuerdo el primer día que le llevamos a pasear por el Retiro. El Príncipe empezó a caminar en círculos y nos temimos lo peor. Algunos niños desarrollan autismo como una manera de interiorizar el dolor. Cuando lo llevamos a la psicóloga con la duda y el miedo a una nueva hijaputez, la doctora nos dijo: “pero cómo queréis que ande el niño, si siempre ha visto a la gente caminar en círculo alrededor de su cama de hospital”.

Marc era el amor sin tregua, y en el camino encontró ángeles de la guarda. Mariángeles y los médicos y enfermeros de la uci del hospital del Niño Jesús; Blanca, su logopeda; el colegio TAO y Elena, su profesora. Le llamaban el niño de la eterna sonrisa. Sus ojos sonreían a pesar de tener los labios sellados por la maldita máscara de los tiempos pandémicos.

El miércoles antes de su muerte, Marc despertó un momento de la sedación y cuando su madre se acercó le preguntó: “Mami, ¿estás bien?”. Luego, volvió a dormirse para subir a la barca con la que ha cruzado el río Aqueronte.

El día de su funeral, su madre le leyó los versos de “Oh capitán, mi capitán”. Yo, la “Oda a la inmortalidad”, y unos versos que dicen: “Aunque nada pueda hacer volver la hora del esplendor en la hierba, de la gloria en las flores, no debemos afligirnos, porque la belleza subsiste siempre en el recuerdo”.

La muerte de un hijo es como sufrir un ictus. Tienes que aprender a caminar, a respirar, a hablar de nuevo, a filtrar la luz de los días para no hundirte por una mar gruesa de recuerdos que golpea el cascarón de tu cuerpo roto, y saber transformar ese oleaje en un viento que hinche la vela mayor de tu vida. Hay que seguir navegando por él y para mantener viva una luz de la que muchos sabios han escrito sin saber descifrar la ecuación. Me lo dijo su “zio” Marcello. “Lo teníamos delante, y fuimos afortunados.”

Un ser tan puro que a su madre y a mí nunca nos pidió nada porque para él cualquier cosa era el todo. Simples palabras, demasiado racionales, el dolor es atroz, y mis sentidos vagan ciegos tratando de encontrar una respuesta.

Mi Príncipe ha muerto, larga vida al Príncipe.

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