Poca gente sabe que perdí dos hijos. No puedo hablar de ello. Es una pérdida íntima, una pérdida que me lleva a un espacio de tremenda fragilidad emocional, aunque de autosuperación también. De todas formas, no sé si es correcto decir que lo he superado. Pensaba que sí, hasta que veía a madres embarazadas de más o menos el mismo tiempo que yo, “hijos que habrían ido a la misma clase” y me temblaba ligeramente el cuerpo. No podía dejar de mirar aquellas barrigas, pensar, apartar la mirada… y seguir. Han pasado algunos años y pienso en aquellas dos pérdidas como si fuera una película, como si no fuera yo, y se me humedecen los ojos, se me rompe la voz si hablo. No lo recuerdo como una cosa que me rompiera en aquel momento. Recibí un trato y una atención médicas correctas y reaccioné miméticamente, de manera adulta y poniendo la ciencia como primer argumento. Al día siguiente de las pérdidas estaba trabajando. Intentaba ser racional pensando que esto le sucede a muchas mujeres, según las estadísticas. La biología es así. Todavía no conocíamos el sexo ni tampoco le habíamos puesto nombre a pesar de que faltaba poco para ambas cosas. Guardo las libretas de seguimiento de embarazo, como la que había hecho con mi primer hijo. Unas libretas que empezaban en el momento que conocía mi embarazo y lo relataba. Anotaba los cambios de peso, las visitas a la ginecóloga, las cosas que “ya hacíamos juntos”, anécdotas, etc. Las dos últimas las guardo a pesar de estar truncadas en un momento. No explico nada más. Sólo quedan las páginas vacías. Ahora, visto en perspectiva, creo que esto es bueno. No tengo palabras. No resulta excesivamente doloroso en mi día a día. Tan sólo en mi interior, como una astilla en el corazón, un pequeño nudo en el vientre que no ha desaparecido en ningún momento. Lo he normalizado, es parte de mí. Pero soy incapaz de hablar. Está dentro de mí, muy dentro. Los tengo ahí.
Rosa